Después de medio siglo sin toros, en 1953 el regreso de las reses sirvió para retomar la fiesta en el centro del pueblo, donde coincidían peñistas, orquestas y personajes populares
Laguna vivió, hace 68 años, unas de las fiestas patronales más emocionantes de su historia. Como cada septiembre, los vecinos volvían a reunirse en las calles y plazas con motivo de la celebración en honor a la Virgen del Villar. Pero aquel año algo había cambiado: después de 49 años sin festejos taurinos, por fin volvían a organizarse los preparativos para los tradicionales encierros y capeas. La decisión la había tomado el entonces alcalde, Eugenio Tasis Molina, junto con el concejal Gregorio Gutiérrez Pastor. Ambos entendieron que había llegado el momento de reanudar los eventos taurinos después de que, medio siglo antes, el municipio decidiera cancelar sine die estas celebraciones.
Esta prohibición se producía debido a un dramático accidente ocurrido en 1904, cuando varios laguneros fallecieron ahogados al cruzar el canal del Duero cuando conducían los toros que había comprado el Concejo al municipio. Por aquel entonces los encargados de la adquisición se desplazaban en carromatos hasta el Raso de Portillo para hacerse con los astados y transportarlos. La comitiva se vio entonces obligada a desplazarse por Herrera, al estar el puente de Boecillo en reparación, debido al deterioro de las lluvias del invierno. Al cruzar el canal, las caballerizas se espantaron y cayeron al agua, y todos se ahogaron. Este terrible suceso conmocionó al municipio, que prefirió, durante décadas, mantenerse al margen de cualquier celebración taurina.
Pero los años habían pasado, y los vecinos, tras décadas saciando sus ganas de correr delante de los astados en las fiestas de Boecillo, reclamaban la vuelta a las patronales de siempre. Corría septiembre de 1953 y la Plaza Mayor volvía al fin a verse engalanada, reconvirtiéndose en un improvisado coso donde celebrar las tan esperadas capeas.
Por aquellos años, y hasta los setenta, la Plaza Mayor era el punto de encuentro de la fiesta, un lugar donde los peñistas, las orquestas populares y los personajes célebres de diversa índole confluían para dar sentido a una celebración, codo con codo, entre vecinos. Por entonces era costumbre que los mozos del pueblo construyesen ellos mismos esa suerte de “Plaza de Toros” con talanqueras, carros y gradas de madera. Los toros salían de una de las puertas del Ayuntamiento, mientras que las rinconeras de la Plaza se ocupaban por las peñas de
entonces.
En el centro de la Plaza y tapando la fuente se colocaba un templete, una rueda o un bidón, punto que solía ser ocupado por Joaquín ‘El Cespede’. Otro de los incondicionales de la fiesta era Isaías Gutiérrez, quien hacía las veces de alguacilillo y era el responsable de llevar las llaves de los toriles. Paralelamente, se hacían encierros por distintas calles, las cuales eran tapadas con traviesas, burriquetas y tablones por los mozos. Animando la fiesta estaba, entre otras, la orquesta del Tropezón, que no era otra cosa que un grupo de vecinos “con mucho humor y ganas de entretener a los demás”. Entre ellos destacaba Paulino Esteban, Demetrio Hernández, Alfredo Arenales, Julian Cilleruelo, Lucio Díez, Juliete González ‘El Alubiero’ y Mariano Arranz, entre otros.
Los festejos se celebraban los días 9 y 10 de septiembre, pues el día 8 estaba reservado para festejar a la patrona. Posteriormente, en 1966, llegaría la prohibición de usar vacas en los festejos, con lo cual las capeas y encierros mejoraron sustancialmente para los espectadores. Ya en 1968 se instalaría la primera plaza portátil, mientras que en 1971 tendría lugar el primer encierro nocturno, una práctica que llegó para quedarse. Años después, las fiestas de Laguna se transformarían, al ritmo que su población, perdiendo poco a poco ese carácter tan familiar, cercano y participativo.
Imágenes del improvisado coso en la Plaza Mayor, en los años 50. Fotografías de Piedad Díez Arranz.