Trabajaba de comercial en el Corte Inglés. No había acabado el bachillerato. Pero el azar y los amigos lo pusieron en el sendero que le hizo recalar en aquella organización de jóvenes entusiastas, donde su vida y sus horizontes cambiaron radicalmente. Empezó a asistir a reuniones donde se hablaba de cambiar el mundo, de mejorar la vida de las personas, de otra España que ellos iban a alumbrar. Escuchaba fascinado aquellos discursos, aquella oratoria brillante, conmovedora. Y empezó a leer todos los documentos que caían en sus manos; los devoraba con fruición. Y aprendió poco a poco aquella gramática; aquella retórica contundente y seductora. Y se convirtió en uno de ellos. Hablaba ya como ellos. Por fin, lo eligieron en el nuevo comité de dirección. Entró como vocal; pero ya formaba parte del equipo de dirigentes y empezaba a ser respetado como un miembro cualificado. Asistía ahora a eventos de los líderes del partido, las vacas sagradas: exministros y popes nacionales… Y finalmente fue elegido compromisario en el congreso nacional donde, con fervor místico, asistió a la proclamación multitudinaria del nuevo líder. Llegaron luego las primeras elecciones, que vivió con el ímpetu fervoroso del nuevo converso. Y el partido obtuvo un triunfo rotundo. Ganaron la alcaldía de la capital. A la organización juvenil la premiaron con varias concejalías; y aquel grupo que había dirigido el movimiento juvenil entró en el ayuntamiento. A él le recompensaron con una jefatura de gabinete. Ya podía vivir de la política. Juventud, Deportes, Cultura y diferentes fundaciones municipales eran ahora feudo de aquellos dirigentes juveniles entre los que él había crecido. En la siguiente convocatoria electoral, aquellos pequeños jefes fueron ascendidos a instancias autonómicas, con el nuevo triunfo del partido; algunos como segundos cargos al servicio de consejeros autonómicos; otros, que ya tenían sus masters, como técnicos de alto rango en secretarías generales. Nuestro joven, mientras tanto, se consolidaba en el comité nacional con un cargo de alto nivel en el equipo de organización y afiliación. En las elecciones generales, la cadena de triunfos fue culminada y, ahora, el partido necesitaba todas las manos disponibles para gobernar el ingente caudal del aparato del estado. Aquel antiguo grupo juvenil, ya adultos, fueron colocándose en direcciones generales de diferentes ministerios; algunos pasaron a presidir empresas públicas de las que desconocían su funcionamiento. Nuestro hombre no podía esgrimir masters ni títulos universitarios, pero había ido acumulando una experiencia en la organización interna. El partido ahora disponía de enormes cantidades de dinero; muchos millones en subvenciones, que el estado asignaba en función de las representaciones parlamentarias logradas. Aquellos recursos alimentaban ahora laberínticos organigramas que se complicaban a medida que llegaba más dinero. De forma que nadie en el partido quedaba fuera de aquella generosa lluvia de millones. Ahora, a nuestro hombre se le había asignado un puesto como Secretario General de Organización Interprovincial en la sede central. Un puesto remunerado con 100.000 euros anuales cuyo título sofisticado no parecía guardar relación con sus funciones reales. Comprobó pronto que su puesto estaba vacío de contenido y que, en realidad, estaba al frente de una oficina de información al servicio del aparato del partido. Mientras, en las altas instancias, la refriega parlamentaria se llevaba por delante a uno de aquellos jóvenes inexpertos, implicado en un caso de corrupción, que la oposición aprovechaba sin piedad para dañar la imagen del partido. El presidente se veía obligado a retirarlo de la Dirección general que ocupaba, adjudicándole en compensación la dirección de una empresa pública (de la que desconocía hasta entonces su existencia), mucho mejor remunerado, pero alejado de los voraces focos de la prensa.
La convulsa política nacional anunciaba ahora elecciones anticipadas; y algunos de sus antiguos compañeros ya sonaban como ministrables. Pero el ciclo cambió. La derrota llegó, y aquella legión de cargos públicos muy bien retribuidos volvió al partido con las manos vacías. Aquello tensó mucho la armonía en la organización. Surgieron presiones de muchos para hacerse un hueco en un organigrama ahora muy menguado. No había sitio para todos. Las aguas estaban revueltas; y en ellas él se movía ya con cierta destreza. A los ojos de sus adversarios, se había convertido en un auténtico fontanero de partido.
Y un día explotó todo, o lo hicieron explotar. Las luchas intestinas se habían desatado. Y de repente, se vio en medio de toda la vorágine de ataques y acusaciones de prácticas ilícitas y conspiraciones que se lanzaban unos a otros. Salió a la luz cómo nuestro hombre, al servicio de sus jefes, había maquinado actuaciones en claro menoscabo de antiguos compañeros que ahora conspiraban para tomar el control. Llamado a capítulo por su secretario general, fue la cabeza de turco que ofrecieron a sus enemigos para taparlo todo. Hoy, defenestrado y fuera de la política, pasa sus días en un luminoso despacho como director de personal en una empresa de comercio internacional propiedad de un empresario afín a la causa.