La enfermedad causó un grave impacto en el entorno rural vallisoletano, cebándose con las clases más bajas, que vivían en condiciones de insalubridad y hacinamiento
Pese a que la actual pandemia provocada por el Covid-19 parezca un fenómeno completamente inédito y novedoso, la humanidad sufrió, hace poco más de un siglo, su enfermedad más devastadora hasta la fecha. Erróneamente popularizada como ‘la gripe española’ -aunque se originó en Estados Unidos- esta enfermedad vírica mató a entre 50 y 100 millones de personas en todo el planeta. En el caso de España, Castilla la Vieja fue una de las regiones más azotadas por el virus, el cual afectaba a mucha gente joven, de entre 25 y 30 años, y causó rápidamente una alerta sanitaria sin precedentes.
La primera oleada de esta gripe llegó en mayo de 1918, aunque apenas causó mortalidad. Según la prensa de la época, el virus llegó a Valladolid a través de soldados portugueses, que en su ruta ferroviaria desde el frente occidental francés -todavía se combatía en la Primera Guerra Mundial- hacía parada en Medina del Campo. Así, durante el mes de junio, murieron 259 personas en toda la provincia, unos datos apenas representativos que pasaron desapercibidos para la mayoría. Pero lo peor estaba por llegar aquel funesto otoño de 1918.
Durante los primeros días de septiembre, una segunda oleada propició numerosos casos en muchos pueblos de la provincia. Hubo varios focos en los cuarteles militares -se aisló a los soldados sanos en el cuartel del Pinar de Antequera-, que pronto se extendieron como la pólvora entre la población civil. La enfermedad mataba en cuestión de horas, y pronto empezaron a llenarse las esquelas. Mucha gente moría en sus viviendas, especialmente en los pueblos, donde las condiciones sanitarias eran pésimas y faltaba asistencia médica. En un principio, las autoridades eran incapaces de hacer frente a la propagación, e incluso permitieron la celebración de las fiestas patronales en la capital, en plena pandemia, para no perjudicar la actividad económica. En medio de esta situación, llegó a celebrarse una misa multitudinaria en la catedral para pedirle a la patrona, la Virgen de San Lorenzo, que frenase la pandemia. En este acto masivo participaron centenares de personas, cuyos familiares sufrían la enfermedad.
En medio del caos, el inspector provincial de sanidad, el doctor Román García Durán, motivó a las autoridades a tomar medidas drásticas para frenar los contagios. Así, entrado octubre, se habilitaron locales para aislar a los enfermos, comenzó la limpieza de calles y se decretó el enterramiento rápido de fallecidos, sin velatorio. Paralelamente se cerraron teatros, escuelas e iglesias, suprimiéndose los paseos dominicales y estableciendo las funerarias un servicio nocturno permanente. También se recomendó el lavado frecuente de manos, y se prohibieron las reuniones y aglomeraciones públicas, suprimiendo ferias, mercados, fiestas y espectáculos en los pueblos. Estos últimos eventos causaban gran desazón al inspector de sanidad, quien registra en sus escritos cómo en Pozal de Gallinas “una corrida de novillos provocó 500 contagios y 11 muertes”, o en Olmedo se votó a favor de celebrar una feria taurina sin contar con medios de atención a los enfermos.
“¿Puede darse mayor grado de incultura sanitaria en un pueblo?”, se preguntaba García Durán, quien denunció la falta de higiene y médicos y las malas condiciones sanitarias que justificaban la gran mortandad entre muchas familias del entorno rural. Las más afectados fueron las clases bajas, quienes vivían “hacinados y desnutridos”, y muchos se salvaron gracias a la gran labor de los médicos rurales, personas anónimas que dieron literalmente su vida. En concreto, seis facultativos de varios municipios murieron víctimas de la enfermedad tras exponerse al virus, recibiendo después un solemne funeral en la catedral vallisoletana. Con todo, los tratamientos que se aplicaban eran, en muchos casos, remedios populares y medicamentos como la aspirina, a veces en dosis tan elevadas que resultaban ser tóxicas.
En el caso de Laguna de Duero, que contaba por entonces con una población de 1.250 habitantes, hubo 800 casos declarados y 16 defunciones entre septiembre y noviembre, cuando cesó lo peor de la epidemia. En este período fallecieron en toda la provincia 3.072 personas, registrándose más de 100.000 casos. Valladolid estuvo entre las 13 provincias españolas más afectadas por la enfermedad, que acabó remitiendo al inmunizarse la mayor parte de la población. Eso sí, con unos costes humanos y sanitarios catastróficos.