24 de noviembre de 2024
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Los lavaderos de Laguna, una solución para evitar marchas kilométricas para hacer la colada

Retrospectiva

21 de marzo de 2021

Construidos en torno a 1940, los lavaderos evitaron tener que desplazarse hasta distintas fuentes y manantiales para llevar a cabo unas labores arduas y sacrificadas.

Con la perspectiva actual, y en un mundo en el que los electrodomésticos inteligentes hacen nuestra vida cada vez más cómoda, resulta difícil creer que, hace menos de un siglo, Laguna de Duero no contaba con electricidad ni agua corriente. Lo que hoy consideramos un servicio básico seguía siendo, por entonces, un auténtico lujo del que solo algunos hogares disponían. Sin agua en los domicilios, a la hora de hacer la colada tocaba desplazarse hasta la fuente o el lavadero de turno, con los cestos de mimbre o las cajas cargadas, así como las tablas de lavar, para acometer una labor ardua y penosa.

Las referencias históricas más antiguas que se tienen nos trasladan al siglo XVI, cuando las mujeres de Laguna -encargadas de las tareas domésticas mientras que la mayoría de hombres faenaban en el campo- se desplazaban hasta la Fuente Juana. Este lugar, situado en la ribera del Duero, a 3 kilómetros del centro del pueblo, fue adquirido en el año 1561 por el Concejo -con aportación de los vecinos- por quince mil maravedís, para dar un lugar a los laguneros donde “lavar sus paños”.

Posteriormente, y gracias a la enorme cantidad de fuentes y manantiales que brotan en el municipio, fueron otros los lugares a los que se podía acudir a lavar la ropa. Algunos de estos puntos estaban en la Cañada de las Lobas o en el Pago de la Farola. La solución definitiva para evitar tantos desplazamientos llegaría en torno a 1940, cuando, en la confluencia de la Avenida de la Laguna y las calles de La Iglesia y Hernán Cortés, se erigió un edificio para el uso de los vecinos. En este punto, donde ya existían, desde el siglo anterior, unos lavaderos, se construyó una edificación techada que albergaba en su interior dos piletas -de lavado y aclarado- de doce metros cuadrados cada una.

Estos lavaderos se abastecían del agua procedente de las filtraciones del Canal del Duero, que era conducido hasta allí desde el manantial de la arqueta, situado en la calle Cañada de la Arboleda. Estas aguas aprovisionaban la fuente pública de los Cinco Caños -en la calle Hernán Cortés- y servían también de toma de agua para los lavaderos, siendo vertida en la laguna después de su uso. Los últimos testigos en utilizar los lavaderos recuerdan cómo, cuando subía el nivel de la laguna, se inundaban todas las instalaciones. Este problema se sucedió hasta que se puso en marcha un colector con la salida de aguas residuales, en 1972.

Durante siglos, tanto las mujeres encargadas de hacer la colada en sus hogares como las lavanderas -que realizaban estas labores para otras familias más adineradas- llevaban a cabo un trabajo especialmente duro. Además del desplazamiento a las fuentes o lavaderos, se veían obligadas a trabajar durante horas postradas, a menudo con condiciones meteorológicas adversas. Durante los inviernos, era habitual incluso tener que romper la capa de hielo para poder acometer la labor, con unas temperaturas que dejaban huella a través de sabañones y grietas en las manos.

Durante los pasados siglos, no pocas infecciones, dolores reumatoides y artrosis derivaban, sin saberlo entonces, de esta actividad. En ocasiones, como durante la gripe de 1918, la ropa de los enfermos se lavaba junto con la de los sanos, lo cual favorecía los contagios, hasta que las autoridades sanitarias decidieron tomar parte. Las peores condiciones las sufrían quienes trabajaban como lavanderas de profesión, y empleaban largas jornadas haciendo la colada a familias mejor avenidas.

A menudo se trataba de mujeres al borde de la pobreza, que encontraban en este oficio un medio de supervivencia, normalmente mal remunerado. Unas y otras pasaban las horas restregando linos y panas con lagarto, asperón o jabones caseros elaborados con sebo y grasa. Primero se mojaba la ropa, y después se enjabonaba con casetones de jabón. Entonces se hacía la entresaca, consistente en frotar con fuerza hasta conseguir sacar la suciedad. Tras un primer aclarado se volvían a enjabonar las prendas para después aclararlas y ponerlas al sol, cuando había ocasión.

El edificio de los lavaderos fue demolido, finalmente, en 1978, cuando ni siquiera ya le llegaba agua, y los avances tecnológicos lo habían condenado al desuso: un año antes se acababa de instalar el depósito municipal, y las lavadoras eléctricas ya habían invadido los hogares laguneros de manera masiva. A día de hoy, una plaza es testimonio del lugar donde tantas mujeres entregaron su tiempo, su esfuerzo, y muchas veces su salud, para que en sus hogares hubiera ropa limpia.