27 de julio de 2024
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1786: Una epidemia de paludismo afecta a más de la mitad de los laguneros y mata a 19 vecinos

Retrospectiva

30 de septiembre de 2020

La cercanía con las aguas estancadas del lago, sumada a las condiciones de insalubridad de los campesinos, contribuyó a crear un peligroso foco en la aldea lagunera.

En una época en la que la pandemia provocada por el Covid-19 invita a la reflexión sobre el impacto de las enfermedades, conviene recordar que, además de la gripe de 1918, los laguneros sufrieron, a lo largo de los siglos, numerosas luchas contra distintas afecciones y dolencias que amenazaban su vida y su subsistencia. Una de las más importantes fue la epidemia de paludismo -la llamada malaria-, que se inició, a finales del siglo XVIII, en los arrozales de las regiones levantinas, y que se propagó por toda España causando grandes pérdidas en Castilla la Vieja.

La enfermedad era conocida en la época como ‘calenturas y tercianas’ -debido a que los episodios de fiebre y escalofríos golpeaban cada tres días- y tenía síntomas parecidos a la gripe. El causante de su transmisión era el mosquito, a través de su picadura, de modo que Laguna de Duero era el caldo de cultivo perfecto, con un lago repleto de cenagales y aguas en ocasiones putrefactas, para desarrollar un peligroso foco. Tampoco ayudaron las intensas lluvias vividas en momentos previos a 1786, el año en que el paludismo atacó al 55% de los laguneros.

En principio, la enfermedad no era excesivamente mortal, pero las hambrunas y las condiciones de insalubridad en las que vivían los campesinos de la aldea convirtieron a los laguneros en un objetivo vulnerable. Así, de los 617 habitantes con los que contaba Laguna, 338 -el 55%- resultaron afectados, mientras que 19 perdieron la vida, tal y como recoge el historiador Javier Palomar en ‘El Cronicón de Laguna’. La enfermedad, agravada por el calor estival, se convirtió en un problema de estado para los gobiernos ilustrados, en una época en la que se carecía de recursos y conocimientos sanitarios.

En este sentido, los sahumerios purificadores de enebro fueron las únicas recomendaciones prescritas por los facultativos. El concejo lagunero, alarmado por el impacto de la enfermedad, desembolsó 5.770 reales para hacer frente a esta ‘peste’, comisionando a Lázaro Cavo para supervisar los gastos. Parte de estos se destinaron a traer dos carros llenos de ramas de enebro, desde los montes de La Parrilla, los cuales fueron repartidos entre el vecindario. Una gran parte de esta cifra iría a parar a los galenos, un médico de Valladolid y dos cirujanos sangradores, que visitaban casa por casa a los vecinos para supervisar su evolución.

Por otro lado, también se invirtieron fondos para costear las rogativas religiosas dirigidas a la Virgen de Villar, las cuales se prolongaron durante nueve días, y supusieron un desembolso en oficios divinos -llegaron franciscanos de la capital- y en la compra de cera para los cirios que debían buscar esa ‘intercesión celestial’ de la patrona lagunera. Como en casi todas las enfermedades de estas características, las gentes más humildes resultaron las más afectadas por las tercianas.

Además, afectó a la producción agrícola paralizándola, ahondando en crisis económicas posteriores. Pese a que en otros puntos de Europa se conocía que la quina era uno de los remedios más prometedores contra este mal, la escasez en la cantidad y la calidad de la corteza de este árbol, que llegaba desde América, hizo imposible su utilización en las zonas más rurales de la península.

Pese a que en los años sesenta del pasado siglo España se declaró oficialmente libre de esta enfermedad, la malaria le seguía costando la vida a más de mil españoles al año durante la posguerra, y nuestro país sigue declarando, en ocasiones, casos importados de países de zonas tropicales en vías de desarrollo. Es allí, concretamente en zonas donde coinciden calor, pobreza y carencias sanitarias, donde sigue golpeando una enfermedad para la que, hoy por hoy, no existe aún una vacuna eficaz, en contra de lo que pueda pensarse.

En la imagen, pintura que refleja la vida de los campesinos de la época, de Julian Dupré.

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