8 de noviembre de 2024
Buscar

‘Lo llaman elecciones libres’, por Javier Palomar

Javier Palomar

8 de octubre de 2023

Acabamos de cerrar un nuevo capítulo de participación electoral. Los ciudadanos han elegido en libertad a sus representantes políticos. Aunque esa libertad de elección, una vez más, ha sido sólo efecto de un espejismo, y esos votos no tan libres como nos hacen creer.

Salomon Ash reunió a un grupo de nueve individuos y les mostró tres palos de diferente longitud. Les pidió que señalaran cuál era el más largo. Los ocho primeros dieron una respuesta equivocada; la misma respuesta los ocho. El noveno dio inicialmente la respuesta correcta; pero viendo la unanimidad en sus compañeros, dudó y finalmente cambió su respuesta, sumándose a la opción errónea dada por sus compañeros de experimento. En realidad, Ash hizo trampas; los ocho primeros participantes estaban compinchados con el experimentador. Pero demostró con ello que la presión de grupo existe; que dudamos de nosotros mismos cuando pensamos de manera distinta a la mayoría, terminando por aceptar que estamos equivocados. Este descubrimiento de Ash es en realidad de primero de Psicología popular: ¿Dónde va Vicente?… Esto vendría a explicar por qué se realizan tantas encuestas sobre el voto de la gente. Las encuestas cumplen la función de señalarnos el camino; funcionan como un señuelo. Nos están diciendo “Esto es lo que va a votar la mayoría. ¿De verdad vas a votar a Soria Ya?”. La prohibición de encuestas la última semana de campaña es la prueba del nueve de su efecto pernicioso sobre el votante. Ir contra corriente exige una resistencia a la presión que muy pocos soportan. Estar dentro del rebaño ofrece seguridad; lo otro es quedar abandonado a la intemperie.

El voto fiel es otra parte notable del resultado final. Está fundamentado en el efecto de la “impronta” que descubrió Konrad Lorenz. La imagen de esos patitos recién eclosionados que lo primero que ven es un pato de plástico que se mueve a cuerda en un estanque y lo siguen como si fuera su auténtica madre; eso es la impronta. La primera experiencia de aprendizaje siempre es fundamental y tiene primacía sobre todas las posteriores. El descubrimiento juvenil de las ideologías políticas, preferentemente revolucionarias, determina en la mayoría de los casos lo que vas a votar el resto de tu vida. Ese primer partido será tu pato de plástico para siempre, aunque puedes cambiarlo con el tiempo por otro de poliespán. Cualquier cambio posterior en tu ideología primigenia te será señalado públicamente por tu entorno con una condena vergonzante; de forma que muchos votantes se encuentran atrapados en esa impronta política temprana, que funciona a menudo como bastión, cuando el individuo se siente encomendado a la misión casi sagrada de frenar el avance de los malos.

Ian Begg sometió a un grupo a un test para evaluar la veracidad o falsedad de una serie de afirmaciones. Parte de esas afirmaciones se iban repitiendo a intervalos. Los resultados constataron que las frases que se habían repetido varias veces fueron las consideradas más veraces. Los psicólogos lo llaman ilusión de veracidad. La conclusión es evidente: repite y la gente te creerá. Quizá esto explique algo o mucho las campañas electorales: los eslóganes repetidos en un bucle infinito que esgrimen los partidos mayoritarios, premiados por la normativa electoral con mucho dinero y con mucho más espacio en los medios que el resto. Repite, reitera, insiste, porque la gente tiende a creer afirmaciones que ya ha oído antes; frases que terminan flotando en nuestro cerebro como verdades oficiales. Y para el común de los mortales, una mentira repetida mil veces sí que se convierte en verdad. Y si ese alguien tiene mando en plaza, la credibilidad puntúa doble; es el sesgo de autoridad, que da un plus a los mensajes. Una parte del electorado termina sucumbiendo a estas artimañas electorales.

Martin Seligman experimentó con dos grupos de perros, a los que sometió a descargas eléctricas. Al primer grupo le permitió parar las descargas aprendiendo a pisar una palanca. El segundo grupo no se podía librar del castigo en ningún caso. Así, posteriormente, mientras los perros del primer grupo evitaban las descargas, el segundo grupo aprendió que no podía hacer nada para parar el castigo, y se limitaba a gemir por el dolor infligido sin intentar huir a pesar de poder hacerlo. Y esto nos lleva a una conclusión válida para los humanos: la indefensión aprendida, que trasladada a la política se traduce en más de un 30% de abstenciones habituales, que parecen asumir que si votar sirviera para algo ya estaría prohibido; a las que se suma un porcentaje grande de votantes resignados que votan por inercia a su partido de siempre, justificándose, después de muchas decepciones, con buenas dosis de autoengaño, porque piensan que no pueden hacer nada para cambiarlo, ni tampoco tienen valentía para abandonarlo. La indefensión aprendida está instalada en el sistema y puede explicar un alto porcentaje de los votos.

Sólo falta añadir el “voto agradecido” de beneficiarios directos de políticas benefactoras y pedreas varias, y tendremos el dibujo de ese voto cautivo o seducido que apenas deja espacio para un voto libre, reflexivo y sin ataduras que representa una minoría que nunca es decisiva.