27 de julio de 2024
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‘De los hombres se hacen los obispos’, por Javier Palomar

Javier Palomar

29 de mayo de 2024

De los hombres se hacen los obispos; esto había oído decir el joven Tomás Rodaja, quien después alcanzaría la fama como licenciado Vidriera en una ficción cervantina. Sí, andan diciendo por ahí que todos estamos hechos de la misma pasta; que los obispos no son un producto divino ni los políticos han caído de Marte; así que ellos también han de ser esclavos de los mismos vicios, iguales pasiones e idénticos pecados que el resto de los humanos. ¿Por qué, entonces, hemos de esperar que los políticos sean más honrados que el común de los mortales? Vana esperanza. No valen los aspavientos, ni el llevarse las manos a la cabeza con cada caso de corrupción que cada día nos sirven los telediarios. Son carne mortal; están hechos de nuestro mismo material, y por ello, sucumben a las tentaciones con la misma afición que lo haría cualquier juan español; como lo deben hacer también los ministros y servidores de la justicia, que a criterio del mesonero de la posada del Sevillano (el de la Ilustre Fregona), deben ser bien “untados” porque si no, “gruñen más que carreta de bueyes”. Y comprobado está que, con la práctica y con la permanencia en el cargo, se les va viendo más sueltos, más desinhibidos, toreando con la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias y otras golosinas del dispensario jurídico, unos saliendo por la puerta grande, presumiendo de trofeos, y otros escapando por la puerta de atrás; que en este arte de la fuga se les ve correr como gato por brasas. Dicen que en la iglesia son de esos que rezan: “Señor, no te pido dinero, pero ponme donde lo haya”. Y así, vamos comprobando como el paisaje político se va poblando de gentes con descaro, con escasa vergüenza, consiguiendo despuntar en el panorama estadístico frente a otros gremios en el ranking de hipócritas contemporáneos. Y esto debe ser así sabiendo que los honestos buscan otros caminos; y muchos ciudadanos renuncian a ingresar en las filas de la casta política, como el propio Vidriera, quien afirmaba no ser bueno para palacio, porque tenía vergüenza y no sabía lisonjear, más viendo como esos palacios son ocupados por gañanes. Lo cierto es que una vez dentro, parece olvidada la servidumbre al pueblo que prometieron, y entonces nos damos cuenta de que hasta el más ruin puerco come la mejor bellota. Y como nada es nuevo, y todo ya pasó antes, tomo las palabras de la alcahueta que aconsejaba al Buscón don Pablos: “De la mano a la boca se pierde la sopa”, que lo mismo vale para el codiciado poder como para el anhelado vil metal. De la urna al palacio de gobierno, el voto se ha vuelto irreconocible y hay quien lo da por perdido en ese camino; y el impuesto que sale de nuestras nóminas pierde su honorable virtud por el camino hasta su destino. Y esto es así ya se trate de nación, comunidad o pueblo, pues cada gallo canta en su muladar, que cada pueblo tiene el suyo, y nosotros el nuestro. Recuerden si no, aquellos que antes tuvieron noticia de ello, como el mayordomo escapaba con los dineros destinados a la construcción de la nueva iglesia; o cómo el benefactor capitán de las Indias donaba treinta mil pesos de plata a este municipio que se fueron perdiendo por el camino hasta llegar a este su destino sólo la cuarta parte. Viejas historias, mismos principios; se pierde la sopa, se pierde la plata y se pierde el poder soberano del pueblo, que se custodia en palacio, que en realidad es búnker, a donde no pueden acceder sus legítimos propietarios, no siendo el día de puertas abiertas, que entonces los telediarios le dirán que usted es dueño hasta de las cocinas. Pero vamos despejando, que hay que cerrar; que las cámaras ya se han ido, y los señores se tienen que tomar la sopa.

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