3 de octubre de 2024
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El divorcio, un ‘condenado’ privilegio que en Laguna apareció mucho antes de su legalidad

Retrospectiva

19 de septiembre de 2024

Teresa Zurro y Ángel Hernández, vecinos de la localidad hace tres siglos, rompieron lo establecido por la Santa Madre Iglesia cuando, en 1780, consiguieron separarse y deshacer su vínculo matrimonial, una práctica que para entonces era “inimaginable”.

Es por todos conocido que, hasta hace poco más de cuarenta años, cuando el cura pronunciaba “hasta que la muerte os separe”, era una frase literal, pues, aunque el amor se apagase o la relación fuese difícil, el matrimonio era “asunto de Dios” y solo él podía deshacerlo, y quien se atreviese simplemente a sugerirlo “estaba condenado al infierno”. Sin embargo, la historia ha demostrado que siempre hay excepciones que rompen la regla, y si no que se lo cuenten a los dos laguneros que en pleno siglo XVIII, hartos de celos y desencuentros, firmaron una de las primeras sentencias de divorcio dos siglos antes de que este fuese legal.

Conocido como el caso ‘Zurro contra Hernández’, esta anecdótica y casi inédita separación tuvo como protagonistas a Teresa Zurro y Ángel Hernández, quienes vivían en Laguna de Duero en el año 1780. Ambos viudos, sintieron el flechazo de Cupido, y sin saber lo que se avecinaba tomaron nupcias, pero pronto el carácter celoso de Ángel dio la cara, y cuando un tal Lastra, antiguo cliente de Teresa -quien había sido abacera-, visitó a la pareja, este no pudo soportar el buen trato que su mujer profería al visitante, y echándolo de su casa con cajas destempladas inició un proceso que pasaría a la historia como el primer divorcio de la localidad.

Las acusaciones de libertinaje por parte de uno, y de abandono del hogar y celos por parte de la otra, abrieron una larga sucesión de recriminaciones y reproches que, a la vista de que ni uno tenía intención de volver a casa y hacer vida marital, ni la otra lo iba a consentir sin una previa disculpa, la justicia cerró el caso con la separación definitiva de estos viudos casados, dando lugar a una situación excepcional e “inimaginable” para la época y para el municipio.

Como con ellos, la iglesia ha tenido que dar la razón en otras ocasiones a las demandas de divorcio, y un ejemplo de ello es la historia de la huérfana Francisca Pedraza, quien tan solo un siglo antes en Madrid, y después de sufrir todo tipo de violencia contra la mujer, logró que la Audiencia Escolástica Universitaria reconociera estas vejaciones por parte de su marido y le concediera la anulación matrimonial, consiguiendo además la devolución de su dote, la mitad de los bienes del matrimonio y una orden de alejamiento ‘erga omnes’.

Pero al igual que hay excepciones que rompen la regla, hay reglas que rompen las excepciones, y a lo largo de los siglos, y después de estos casos aislados, el divorcio no comenzó a tener peso en España hasta la segunda República, cuando en 1932 se aprobó la primera ley al respecto. Como un soplo de aire fresco, esta norma llegó como un primer atisbo de modernidad y esperanza, pero esto duró muy poco, ya que al finalizar la Guerra y con la llegada de la Dictadura, en 1939 la ley fue invalidada, así como todas las separaciones efectuadas hasta entonces, volviendo a encadenar a los miles de “privilegiados” y condenándolos a regresar a matrimonios no deseados.

Una vez más y como bien decía Don Quijote “con la iglesia hemos topado”, y con la anulación de la norma se le devolvió a la iglesia y a Dios el poder de decidir sobre las personas casadas; una potestad que no volvió a sufrir cambios hasta pasados cuarenta años, cuando en 1981 la ley de divorcio se aprobó en el Congreso de los Diputados con muchas miradas en contra y con la idea de la Conferencia Episcopal de que este nuevo derecho dejaba la puerta abierta “a la generación del mal”.

Con ella llegaron miles de divorcios que hasta nuestros días han ido oscilando a lo largo de los años, pero sobre todo llegó el cambio, la libertad y los primeros pasos hacia la igualdad; ventajas que durante siglos se habían ansiado en silencio y que solo unos pocos, como los laguneros Teresa Zurro y Ángel Hernández, o la madrileña Francisca Pedraza, pudieron alcanzar.

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